El peor enemigo del socialismo es el haragán. La lucha por la democracia económica y popular (vale decir, socialista) es la lucha del Trabajo contra el Capital. Todo intento por desvanecer la causa del Trabajo, anteponiendo consignas feministas, raciales, ambientalistas, identitarias, etc. debe ser denunciado y combatido por los propios órganos y masas de trabajadores organizados. La izquierda que pretende “abolir el trabajo” es una pseudoizquierda deleznable al servicio del neoliberalismo, una izquierda indigna y vergonzante que actúa como su perrito faldero y su lacayo fiel.
La mujer verdaderamente explotada, es la mujer trabajadora, no la jefa de una empresa, la dirigente política con chófer y secretaria. Es la mujer obrera y campesina, y la esposa del obrero, del campesino, la compañera del trabajador precario y del “muerto de hambre”. No hay más feminismo que el socialismo, sin más “ismo”. La tierra, el aire y el mar contaminados han sido contaminados por los negocios capitalistas, no por el agro y la industria del socialismo. La identidad de los pueblos y naciones verdaderamente dañada es la identidad de pueblos y naciones campesinas y proletarias, no las de los imperios ricos y saqueadores.
La izquierda revolucionaria, el movimiento democrático y popular, lucha no por una identidad en sí, sino por la dignidad y la emancipación de las naciones proletarias y mermadas en su soberanía. Es hora de quitarle la careta a esa izquierda identitaria, a ese pseudomarxismo de haraganes y lloricas. La única izquierda vigorosa es la izquierda que aspira a construir un Estado del Trabajo.
El trabajo engrandece al hombre, lo dignifica y le hace hombre, no un simio amaestrado que recibe del amo su plato diario en la jaula de un zoo. La izquierda que reivindica la pereza, el “derecho a ser holgazán” es una vergüenza para la clase trabajadora. Es una pseudoizquierda que se ha perdido en el bosque de las “causas parciales”. ¿Cómo se puede luchar por la emancipación de la mujer sin especificar antes que la mujer que ha de ser liberada es la mujer trabajadora, y que tal lucha es la lucha de todo el pueblo contra la explotación del trabajo ejercida por el Capital? ¿Cómo luchar por la emancipación de un pueblo, cuando se sabe lo que vendrá al día siguiente de una declaración de independencia? Lo que vendrá: que los fondos buitre y los peores depredadores del capitalismo y de la OTAN esperarán a la puerta, si es que alguna vez salieron de esa casa, a tomar lo que es suyo. Que esperen sentados los independentistas catalanes y vascos si piensan, algunos de ellos, que su nuevo Kosovo ibérico va a ser otra cosa distinta de un retrete de la OTAN y de los fondos depredadores.
Lo peor de todo, repito, es la reivindicación de la pereza, la abolición del trabajo, fuente de la dignidad del hombre. Los dos grandes gigantes del socialismo científico, Marx y Engels, lo supieron ver de manera meridiana. La guerra implacable contra la pereza que Marx y Engels, así como sus continuadores (Lenin, Luxemburgo, Mao, Gramsci, etc.), más allá de sus propios errores y diferencias recíprocas, no tendría paz ni descanso. Ningún gran cultivador teórico ni ningún gran activista del marxismo sería capaz de admitir las extravagancias procedentes del revisionismo “crítico” de la Escuela de Frankfurt, de la ideología americana (la izquierda “woke”), del posmodernismo francés, de los movimientos identitarios sexualistas (LGTBI, Transhumanismo), de los apóstoles de la “sopa boba universal”, etc.
El marxismo es, por esencia, obrerista y campesino: el marxismo es la teoría filosófica y científica que parte del “valor trabajo”. El trabajo humano es la fuente de todo valor, y la aberración capitalista consiste no en haber implantado el trabajo como esclavitud áspera y dolorosa en toda época y país. Eso no lo inventó el capitalismo. La aberración capitalista consiste en capturar y explotar el trabajo humano para generar un valor que no redunda en provecho de la sociedad, sino en provecho de unos bolsillos privados cuyo único objetivo y razón de ser es la acumulación sin límites de la plusvalía, aunque la sociedad se hunda y se extinga.
Pero Trabajo tiene que haber. Un Estado que crea trabajo es un Estado que lucha por abolir la pobreza y la desigualdad, que lidera las fuerzas vivas para el aumento de la soberanía nacional y el aprovechamiento de los recursos propios. Todo Estado antiimperialista que en el mundo ha tratado de resistirse al Hegemón yanqui, más allá de su ideología oficial y sus peculiaridades constitucionales, ha demostrado siempre ser un Estado del Trabajo. Un Estado emanado del propio pueblo, con cuadros y mandos que pertenecen al propio pueblo. Es un Estado que, como instrumento democrático al servicio del pueblo, sabe que sus empresarios y emprendedores han de ser reclutados y aprovechados como funcionarios al servicio del pueblo, colaborando con las organizaciones sindicales y con el aparato estatal en orden a la creación de riqueza. Creación de riqueza soberana, cortando la espiral de la deuda (instrumento feroz de dominación que el Imperio ejerce con sus periferias). En un Estado popular, hacen falta líderes obreros, campesinos, empresariales, militares, culturales, y de todo tipo, agentes que tracen sus más diversas tácticas al servicio de una estrategia: la Insubordinación nacional.
La Insubordinación nacional es la lucha a favor de la soberanía del país, trámite imprescindible para la emancipación del pueblo. La consigna básica no puede ser más simple: quien no trabaje, que no coma. Es la consigna básica que acaba con cualquier diferenciación “identitaria”.
Todo habitante de la nación es “pueblo” mientras trabaje. Un Estado socialista, democrático, popular, no necesita —por ejemplo— de grandes planificaciones multiculturales para abordar temas como la emigración, el “choque de civilizaciones”, etc. La actitud ante el oriundo y ante el foráneo debe ser la misma: “señores, si quieren vivir aquí, trabajen”. Quien aporta riqueza, forma parte del pueblo. San Pablo y Karl Marx estaban de acuerdo: quién no trabaja, que no coma (exceptuamos, claro está, los colegiales, los ancianos, los impedidos, enfermos, etc.).
La Insubordinación nacional (“fundante”, M. Gullo) pasa por una reindustrialización urgente del país. Esta debe hacerse por medio de leyes proteccionistas y una “desconexión” con respecto a los circuitos globalistas imperiales (Samir Amin). Se trata de una fase previa de acumulación de riqueza y de fuerzas, que solamente se puede hacer bien por medio de alianzas multipolares (Dugin). Ahora es el momento de llevar a cabo tales alianzas multipolares (véanse los BRICS). Al bloquear la globalización, las naciones antaño colonizadas redescubren todo su potencial (energético, alimentario, geoestratégico, demográfico) e inician una pendiente en la que el trabajo es suministrado a capas cada vez mayores de la población, capas que son educadas en valores netamente socialistas y revolucionarios: el esfuerzo, el tesón, el perfeccionamiento personal, el amor a la familia y a la patria.
Un verdadero socialista ama a los suyos. No se puede amar a la Humanidad sin haber aprendido antes, lo que significa el amor a tu familia, a tu comunidad local, a tu patria y a tus propias potencialidades puestas al servicio de crear valor, un valor que, en una verdadera democracia popular y soberana, se transfiere al conjunto de la sociedad.
La izquierda occidental está infectada del virus neoliberal. Son los nuevos utópicos que remueven su ensalada de baratijas anarquistas, son “libertarios” burgueses. Quienes se oponen al Trabajo son zánganos y parásitos, pagados por Soros y por otras entidades encargadas de hacer ingeniería social a escala mundial. Otros, en cambio, abominan del trabajo porque no saben lo que es en su propia experiencia personal y, a modo de ratas pequeñoburguesas, huyen de todo cuanto signifique esfuerzo y autosuperación y se pretenden justificar. Son las criaturas enfermas y enfermizas del capitalismo neoliberal y globalizado, son los tontos útiles de una agenda arrasadora que para Occidente ha significado la deslocalización, la importación de mano de obra esclava y exótica, la privatización y dilapidación de la industria pública, la agresión al mundo rural, etc.
¿Cómo se puede hablar en serio de la “abolición” del Trabajo cuando lo que tenemos delante de la nariz es la creación de una inmensa plebe, como la romana, educada ya en “el derecho a una renta básica universal”, una plebe apta para el pan y circo (léase pobreza y digitalización compulsiva)?
Denuncio, y denunciaré mil veces al día —si es preciso— a esa pseudoizquierda que ve fascismo por todas partes (en la ortografía, en el uso de coches, en el amor a la familia y a la patria, en el esfuerzo y en la voluntad) pero se calla la boca ante lo fundamental: que el Imperio quiere ver a las naciones endeudadas, colonizadas y habitadas por bestias conectadas a internet e ignorantes inútiles, refractarios al trabajo, mientras los esclavos directamente explotados y siempre desplazados a nuevas periferias, laboran día y noche en talleres y fábricas lejanas para morirse, al cabo, de hambre.
Cuando un niño mimado, un partidario de la izquierda “haragana”, de origen pequeño burgués, acumulando décadas de existencia parasitaria, y deseando llevar la vida de adolescente o de un ricacho rentista (igualmente parasitaria y deleznable), no siento más que vergüenza. Es la vergüenza que me da esa nueva izquierda posmoderna española, tan sensible a la hora de detectar fascismo, incluso en las miradas, los besos, la posición de las piernas o los gustos musicales, por ejemplo. Pero tan necia a la hora de verse a sí misma: de verse como la herramienta misma de la Oclocracia y del imperio de Soros, la hez del neoliberalismo feroz disfrazado de “progresismo”.