Algo se mueve en Rusia que pone en peligro casi trescientos años de dominio del capitalismo financiero y colonial anglosajón.
Los expertos inciden una y otra vez en que Rusia está aislada, lo cual, de ser cierto, no sería la primera vez que ocurre en su historia; pero, vista la realidad de cerca, ese robinsoniano aislamiento ruso es muy peculiar porque su ostracismo lo alivian China y Corea del Norte; Irán y Siria; India, Sudáfrica y Brasil; Níger, Burkina Faso y Malí; Serbia y Bielorrusia; Cuba, Venezuela y Nicaragua; Libia, Yemen y Argelia; por no hablar de sus socios menos comprometidos, como Arabia Saudí, Egipto, la voluble Turquía, Indonesia o Kazajstán; y seguro que me dejo a bastantes más en el tintero. La inteligente política de Biden y sus mariachis europeos ha conseguido formar un bloque entre Moscú y Pekín que ha servido de polo de atracción a todas las naciones que quieren librarse del dogal anglosajón. Parece mentira que los jerarcas liberales hayan olvidado la inteligente política de Kissinger de enfrentar a las dos potencias decisivas del Heartland euroasiático, el abc de la estrategia y de la diplomacia. ¿Eso no entra en los manuales de la Geopolítica de género, resiliente, matriarcal y animalista?
En mi última estancia en el “aislado” Moscú tuve la suerte de hablar con gente venida de todos los rincones del ancho mundo, desde Tanzania a El Salvador pasando por Indonesia. Especialmente me interesó la opinión de mis colegas africanos, protagonistas de uno de los cambios geopolíticos más importantes de la última década: la desaparición de la influencia francesa en el Sahel, que se produjo cuando París agotó la paciencia de los militares de esos Estad os, que comprobaron que la amenaza islamista de la que París venía a protegerlos estaba financiada por su presunto protector, quien aprovechaba la ocasión para llevarse a precio de almoneda el uranio de la zona. La sucesión de revoluciones africanas de los últimos años no fue buscada por el Kremlin; Rusia vino al Sahel llamada por los Estados que necesitaban protegerse tanto de Francia como de las diversas organizaciones islamistas conchabadas con París y Qatar. Centroáfrica, Malí, Burkina Faso, Niger, y ahora Togo y Senegal, han “redimensionado” a Francia en la posición que le corresponde: potencia mundial de segundo orden y colonia de los anglosajones, esos fieles aliados que no movieron un dedo en ayuda de Macron, artífice del ocaso francés en el Sahel. La bandera rusa en África es un signo de liberación de esa OTAN que destruyó el Estado libio y que sólo ha traído inestabilidad a la región. Además, Rusia y China tratan a los países africanos como socios e iguales: ofrecen obras y proyectos en lugar de créditos y “ayudas” financieras. Si, por ejemplo, Pekín necesita el cobalto de un país africano, le ofrece a cambio infraestructuras, bienes de consumo o lo que necesite. Todo ello empleando el menor número posible de dólares, el principal instrumento colonial de nuestra era. De ahí la enorme simpatía de todos los africanos que traté por Rusia y China. Ellos, que fueron colonizados, saben lo que está en juego. Y lo tienen muy claro: ahora es Europa el espacio colonial y colonizado.
Una sensación común para muchos de los que hemos pasado este tiempo en Rusia es que existía un cierto paralelismo entre nosotros y los revolucionarios de todo el mundo que acudían a Moscú para ver cómo evolucionaba la revolución soviética. Algo nuevo se gestaba en Moscú y debía ser conocido. Pero ahora esta revolución no tiene dogmas, ni métodos infalibles, ni Komintern, ni siquiera la más leve cohesión ideológica, salvo la profunda repulsión que a todos nos causaba el liberalismo globalista. Sin doctrina ni propaganda, este profundo movimiento histórico ni siquiera es consciente de su carácter revolucionario, posiblemente porque se trata de un cambio radical y definitivo que no obedece a un movimiento político atiborrado de ideología, sino a una reacción de los pueblos y los Estados dignos de ese nombre frente a las élites globales, frente a la apropiación de la soberanía por los grandes consorcios. Es la negativa de la parte más consciente del planeta a convertirse en un agregado de unidades de producción y consumo sin Dios, familia, ni patria; el rechazo a degradar a las naciones en una horda que se embrutece y animaliza con falsos derechos mientras pierde poder social, económico y político a manos de las plutocracias.
Algo se mueve en Rusia que pone en peligro casi trescientos años de dominio del capitalismo financiero y colonial anglosajón. En el mundo empieza una revolución que ni Marx ni Lenin habían imaginado. Una colosal lucha por el poder mundial entre las oligarquías globales y los Estados soberanos.