Multipolaridad a los golpes: el arancel como arma – Por Marcelo Ramírez

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El mito del libre mercado ha muerto. O, al menos, ha sido asesinado por sus propios promotores. Quienes durante décadas impusieron tratados, recetas del FMI y lecciones de apertura comercial al resto del mundo, hoy recurren al proteccionismo más burdo, sin siquiera sonrojarse. La administración de Joe Biden no ha hecho más que continuar el camino iniciado por Trump: imponer aranceles, bloquear exportaciones, cortar cadenas de suministro y sancionar a quienes no se pliegan a sus intereses.

Pero este giro no es un capricho aislado ni una excentricidad de campaña. Es el síntoma de un imperio en decadencia que ya no puede competir limpiamente. Si durante la Guerra Fría Estados Unidos recurrió al chantaje y al sabotaje para sostener su hegemonía, hoy suma a ese repertorio el uso indiscriminado del arancel como herramienta geopolítica. No se trata de medidas económicas, sino de ataques selectivos con nombre y apellido. China, Rusia, Irán, pero también aliados como Alemania o Japón han sentido el peso de esa “política comercial” que más bien parece un ultimátum encubierto.

Basta mirar el caso chino. Las tarifas impuestas a sus productos no tienen nada que ver con proteger al obrero norteamericano. El objetivo es frenar el ascenso de una potencia que amenaza con desplazar a Estados Unidos en campos tan sensibles como la inteligencia artificial, la electrónica, los semiconductores y, claro está, la industria militar. Lo que está en juego no es la balanza comercial, sino la hegemonía tecnológica y, por ende, el poder mundial.

La narrativa se sostiene con lugares comunes. Que hay que defender la industria nacional, que se protege el trabajo local, que es una cuestión de seguridad. Pero la realidad es que estas medidas se aplican de forma selectiva, arbitraria y con un claro carácter coercitivo. Estados Unidos no busca protegerse: busca doblegar. Pretende dictar cómo deben comportarse sus competidores y castiga a quienes no acatan. Es la ley del más fuerte disfrazada de soberanía económica.

El resultado de esta política es doble. Por un lado, genera una fragmentación creciente del sistema comercial internacional. Por el otro, acelera la conformación de bloques que buscan protegerse de este matonismo financiero. Rusia y China han reforzado su alianza, y con ellos buena parte del sur global. El BRICS ampliado, los acuerdos en monedas nacionales, las cadenas logísticas alternativas y la reducción de la dependencia del dólar son algunas respuestas concretas a esta ofensiva.

Estados Unidos está jugando un juego peligroso. Se lanza a una guerra económica global en simultáneo con una confrontación militar por delegación en Ucrania y una tensión creciente con China en el Pacífico. Cree que a fuerza de sanciones puede sostener el orden unipolar que ya no existe. Pero la realidad es otra. El uso del arancel como arma no está debilitando a sus rivales. Está revelando su propia debilidad.

Europa, mientras tanto, sigue atada a este Titanic geoestratégico. Se suma a las sanciones, absorbe los costos, pierde competitividad industrial y dependencia energética, y a cambio recibe la promesa vacía de seguridad. Alemania es el mejor ejemplo de cómo una potencia industrial puede ser empujada al abismo por obedecer al amo equivocado.

El orden multipolar no es una idea. Es un hecho. Y ese hecho se abre paso a golpes de arancel, de sanciones y de errores no forzados. El Occidente colectivo ya no dicta las reglas. Apenas intenta que no se le caigan las piezas del tablero. La pregunta no es si el mundo va hacia un nuevo equilibrio, sino cuán dolorosa será la transición.

La historia demuestra que los imperios, cuando caen, arrastran al mundo a su drama. Hoy el proteccionismo de Washington no busca reconstruir la nación, sino sostener la ilusión de que sigue mandando. Pero cada arancel, cada sanción, cada medida coercitiva acelera su propia caída. La multipolaridad llegó. Y no lo hizo por consenso, sino a los golpes.

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