Se ha escrito ya una hojarasca sobre esta serie de cuatro capítulos que distribuye Netflix. Pero, en vez de ignorarla y seguir adelante, podríamos intentar una vez más sacudir el árbol del otoño y dejar que caiga una hoja más sobre lo ya acumulado. Tal vez señalando algún color diferente.
Pues hoy ninguna parte del cine comercial de distribución masiva se produce sin cargas definidamente ideológicas que buscan marcar una tendencia y modelar conciencias, no sólo artísticas o de simple entretenimiento. Por supuesto, el tema no se agota; tiene diversas causas y consecuencias.
Nos centraremos sólo en algunos detalles, pues se supone que quien lea este artículo ya la habrá visto.
La zombificación
Cuando el chico de trece años se encuentra en el primer interrogatorio policial, junto a su padre —a quien ha elegido como adulto mayor que lo acompañe— y a su abogado defensor de oficio, dice, aún ya abrumado por las pruebas fílmicas que se le han presentado: “Yo no lo hice”.
El adolescente no se reconoce en lo actuado; él dice que no ha sido él. ¿Es auténtica o falsa esta postura? Entendemos que su negación no es sólo una reacción de tipo psicoanalítica, sino una auténtica autopercepción de un cierto estado de zombificación en el que ha entrado a consecuencia de la inducción de las redes digitales.
Desde este punto de vista, las redes eliminarían en cierto tipo de personalidades, sobre todo infantojuveniles, toda libertad y responsabilidad moral. De alguna manera le está diciendo al padre, que termina abrazándolo: “Vos no me educaste para convertirme en asesino”, “yo soy el nene de mi familia”, “lo que me ha convertido en asesino ha sido una causa que me supera entender”.
Se inicia una disociación mental entre lo que se cree ser y lo que se es. Y la culpa se proyectaría así no en el niño, sino en las redes digitales que lo condujeron a enredarse y convertirse en un asesino, por desprecio social, por indiferencia de su grupo escolar, por la educación y dirección de conducta recibida a través de la causa zombi.
No podemos saber a ciencia cierta si esta zombificación es real, pero explica algunas situaciones sociales donde no se puede entender la racionalidad de las acciones de ciertos sujetos. Es un gran tema a explorar: hasta qué punto las redes sociales/digitales están afectando la capacidad cognitiva de los individuos.
Tanto los dos padres como el policía que intenta explicar “el motivo” muestran hasta qué punto las tecnologías digitales van escapando de nuestro control, conocimiento y conducción.
Los presupuestos de la psicóloga
El juez necesita saber, antes de dictar sentencia, si el adolescente comprende o no la naturaleza de sus actos, pues ello determinará si será recluido en un hospicio o en una cárcel. Entonces le envía una psicóloga (aunque se da a entender que un primer psicólogo desertó luego de algunas sesiones).
La psicóloga actúa como un auxiliar de la justicia, aunque el chico empieza a creer que actúa como profesional médica, como ayuda a su problemática psíquica, a su dolor interno.
La psicóloga concurre con ciertos presupuestos “científicos” de la época, el del feminismo actual: busca, indaga sobre la “masculinidad tóxica” del sujeto a quien se enfrenta, en él, en su padre y hasta en su abuelo. No encuentra aquí detalles significativos, más que alguna misoginia en el niño, producto todavía de su inmadurez sexual. Su presupuesto se choca con la realidad.
El niño quería acercarse a la chica a quien asesinará buscando su aprobación amorosa, y habiendo verificado que ella misma estaba en un cierto momento de vulnerabilidad porque había sido expuesta con fotos de desnudo de pecho en las redes sociales adolescentes.
Él detecta que ella también se había convertido en un “zombi” (alguien que no es o que no actúa por plenos deseos propios), por acción de las redes, deseos dictados por terceros indefinidos pero masivos. Sin embargo, obtiene su rechazo e indiferencia, lo que lo vuelve a ese estado donde sólo se lo reconoce como un “zombi”, es decir, aquello en que lo han convertido las redes sociales: un “célibe involuntario”, alguien que no será querido por la mayoría de las mujeres.
No puede, a través del contacto físico con el sexo opuesto real, restablecer su individualidad. Y sus dos pusilánimes amigos escolares también se hallan atrapados en la misma red.
La psicóloga lo va acorralando lentamente dentro de los parámetros que ella ha venido a buscar, absolutamente fría y calculadora. No se enfrenta con una persona sufriente, sino con la tarea de desenmascarar a un asesino.
Paradójicamente, cuando logra unir en la conciencia del adolescente el reconocimiento del acto y su consecuencia, la muerte de la niña, ella siente terminado su trabajo, y tal vez aquí se inicia el destino de “salud” del acusado, aunque su salida sea la condena a prisión.
La prueba de la justicia se ha obtenido a través del informe que surgirá de la profesional, todo filmado por otra parte. El niño ha caído (¿necesariamente?) en la trampa extendida por la profesional.
El resultado que trasciende es que no hay “masculinidad tóxica”; aquello que en algún momento le vino de afuera y lo contaminó como un “depredador” (podría pensarse como producto del patriarcado) no es la clave, sino algo peor: su esencia última es ser asesino de una mujer por ser masculino.
Queda volando patéticamente en el aroma de esta película esa última conclusión.
La imagen del padre
Es significativo que, cuando se le pregunta al niño qué adulto quisiera que fuera su acompañante en el proceso policial, elija al padre, y no a la madre, quien siempre fue más cariñosa y protectora que aquel, inmerso en el mundo de su trabajo.
Un padre siempre preocupado para que su hijo fuera un masculino determinado (lo lleva a boxeo y fracasa, lo lleva al fútbol y fracasa). Es decir, insistir en la formación de una existencia para los hijos en parámetros masculinos puede resultar perjudicial para su esencia.
El chico matará, además, con un cuchillo de cocina grande, un símbolo de un pene forzado a algo que todavía no ha podido ejercer por exceso de presión masculina, paterna y de redes sociales coaligadas.
La figura de este padre, además, es mostrada socialmente con características dudosas. Por un lado, su camioneta de trabajo aparece pintada, con aerosol indeleble, con la palabra “pedófilo”. Y su propia mujer, delante de su hija, arriba de esa camioneta, cuando todos van a la ferretería buscando borrar ese estigma público, recuerda cuando lo conoció de joven: estaban en una fiesta, él se había puesto una peluca y tacos, se cayó y se sangró, todos se reían de él, y lo empezaron a llamar “el sangrante”.
Es decir, la masculinidad de ese hombre desde entonces fue una masculinidad sangrante, una masculinidad sufriente, degradada, casi como una permanente menstruación. Más humillación de lo masculino no se podría haber conseguido en la película.
La familia
La última intervención de los dos padres los expone confundidos, acongojados, preguntándose qué es lo que han hecho mal. Sin duda, nos llama también a la reflexión a todos. Pero hacia el interior del hogar, no hacia la sociedad y el sistema.
La madre, acusándose de haber creído que dejándolo solo en su cuarto con la computadora iba a estar protegido del mundo exterior. El padre, acusándose de no haber hecho lo suficiente, aunque siempre lo educó y actuó de una manera diferente a la que había recibido de chico, con amor y rectitud.
La hija, algo mayor —hermana del adolescente—, frente a los padres, aporta algo de equilibrio y sensatez al decir que ellos no podrán ocultarse en otros barrios; deben quedarse allí a enfrentar lo que venga. “Jamie es nuestro”, dice al final.
En definitiva, en la familia hay un asesino: un cierto reconocimiento a la flemática protestante de los británicos, donde el individuo es esencialmente malo y no podemos hacer nada para cambiarlo.
El último plano secuencia es el del padre, en el cuarto de su hijo, llorando desconsoladamente frente a un oso de peluche, al que arropa con la colcha de la cama, donde ya nunca más estará su niño, quien acaba de declararse culpable pese a que se aferraba él mismo a la declaración de su hijo: “Yo no fui”.
Es que fue él, y no fue él, al mismo tiempo.