Por estos días, el gobierno nacional presentó con bombos y platillos el llamado Plan de Reparación Histórica de los Ahorros de los Argentinos, una medida que promete destrabar parte de los 270.000 millones de dólares que los ciudadanos argentinos mantienen fuera del sistema financiero formal. El argumento: devolver la libertad financiera al individuo, remover las trabas para operar y facilitar que los capitales «guardados bajo el colchón» vuelvan al circuito económico. La realidad: un rediseño radical del sistema de control fiscal que plantea interrogantes técnicos, políticos y éticos de envergadura.
A partir del 1 de julio de 2025, el Gobierno eliminará la obligación de reportar a la Agencia de Recaudación y Control Aduanero (ARCA) consumos y movimientos económicos como:
- Pagos con tarjeta de crédito y débito,
- Transferencias inferiores a 43.000 dólares,
- Plazos fijos de hasta 85.000 dólares,
- Consumo de servicios, compra de autos, propiedades, entre otros.
También se despenalizará el uso de dólares no declarados para gastos e inversiones. El Presidente firmará un decreto reglamentario y enviará un proyecto de ley para garantizar el marco legal.
La jugada tiene un objetivo doble: remonetizar la economía y atraer reservas al sistema. En una Argentina con reservas exiguas, sin acceso al crédito internacional y con un Estado que ya no puede ajustar más a la población formalizada, abrir la puerta a los capitales informales parece la última carta.
Se espera que ingresen miles de millones de dólares al circuito formal, que engrosarían las reservas, estimularían la inversión privada y aumentarían la recaudación sin necesidad de nuevos impuestos. En ese sentido, la medida puede ser vista como una herramienta pragmática para reactivar una economía estancada sin recurrir a más presión tributaria.
Quien durante años mantuvo ahorros fuera del sistema, ahora encuentra una oportunidad inédita: mover su dinero, gastarlo, invertirlo, sin que el Estado le exija justificarlo. Esto no necesariamente equivale a premiar la evasión: en muchos casos, el incumplimiento fiscal fue producto de una presión tributaria asfixiante e insostenible, que llevó a miles de ciudadanos comunes a optar por la informalidad como forma de supervivencia.
Por eso, más que una «injusticia social», este sinceramiento puede leerse como una admisión del fracaso estructural del modelo tributario argentino. Eso sí: los montos autorizados para operar sin justificar —43.000 y 85.000 dólares según el caso— pueden representar un alivio para individuos y pequeños ahorristas, pero son insignificantes para grandes evasores o estructuras corruptas, salvo que existan mecanismos no explicitados que habiliten maniobras encubiertas. Esa es una zona que aún debe aclararse.
El relajamiento de los controles va en dirección contraria a las recomendaciones del GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional), del propio FMI y de los estándares globales contra el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo.
Las transferencias sin justificación, el uso de efectivo en operaciones grandes y la ausencia de trazabilidad fiscal son terreno fértil para el lavado de activos, el crimen organizado y la corrupción política. Aquí radica uno de los mayores desafíos del plan: lograr que el incentivo a la formalización no se transforme en un agujero negro para la legalidad.
El gobierno se presenta como adalid de la libertad económica, pero su plan es también un mensaje político: en Argentina, durante años, evadir fue un mecanismo de defensa ante un Estado que asfixiaba a los ciudadanos comunes con la presión impositiva y una maraña burocrática que encarecía los costos hasta el absurdo.
Antiguamente, los cambios de gobiernos traían aparejados moratorias o condonaciones de deudas que permitían un reinicio del sistema para los ciudadanos que no habían podido pagar sus cuentas. Curiosamente, eso sucedía con una Argentina con una situación económica mucho más desahogada que la actual. A medida que las crisis se hicieron más profundas, la presión tributaria creció y la tecnocracia de los Chicago boys comenzó a instalar que eso era una forma de premiar a los evasores.
El resultado fue el desarrollo de una economía en negro creciente que ha ido interrumpiendo la actividad económica a medida que se subían los impuestos para que los que pagaban lo hagan por los que no pagan. Evidentemente, el sistema ha fracasado: es espantosamente caro funcionar según las regulaciones del Estado, que para empeorar el cuadro, empleaba sus recursos en políticas clientelares o para minorías, más una dilapidación de recursos en negocios financieros de las élites financieras.
Se esgrime que se socava la confianza en el sistema tributario, pero esto es consecuencia de un colapso institucional que no logró ofrecer reglas justas ni sostenibles. Al volverse difusa la línea entre lo lícito e ilícito, se refuerza un tipo de informalidad que no necesariamente responde a la acumulación impune, sino a la necesidad de sobrevivir en un sistema donde cumplir con todas las normas era inviable.
Aunque Milei aseguró que está todo «consensuado», el FMI ya envió señales de alerta. Si bien el organismo puede aceptar medidas que formalicen capitales, también exige que haya transparencia, trazabilidad y cumplimiento normativo. La tensión no es menor.
En el debe podemos destacar que aquellos que viven de un salario, que no tienen ahorros significativos o que pagan religiosamente sus impuestos, no verán beneficio alguno. Para ellos no hay exención, ni perdón, ni oportunidad, dado que no se anuncia moratoria alguna. La desigualdad fiscal se mantiene. Sin embargo, podrían verse beneficiados indirectamente si la medida logra estabilizar el sistema financiero, aumentar las reservas y contener la presión cambiaria, o por una mayor movilidad de la economía.
En definitiva, el Plan Milei para los ahorros de los argentinos es una apuesta audaz, que puede traer oxígeno financiero a corto plazo y, en el mejor de los casos, un punto de inflexión para reinsertar capitales en la economía formal. Pero carece de la sensibilidad social que permita que los beneficios sean para todos, incluyendo los que menos tienen. Así pensado solo, se transforma en una herramienta para que los dólares “bajo el colchón” sean puestos en circulación.
El proceso sería aumentar la asfixia económica para obligar a quienes aún tienen ahorros en dólares fuera de la economía, a utilizar estos con el fin de sostener sus costos de vida. Así el Estado, ese mismo Estado que Milei denosta, podrá acceder a esos dólares para sostener el pago de deuda y la fuga de capitales bajo distintos pretextos. Una nueva forma, más creativa, de presionar a la clase media, que es quien se empobrecerá al fin de este proceso más aún.
La explicación es sencilla: los mega ricos y poderosos no necesitan cambiar dólares para sostener su ritmo de vida. La contracción de dinero que Milei produce con sus medidas ahoga a la clase media, que deberá recurrir a sus ahorros para seguir adelante. Milei, entonces, asfalta el camino para que liquiden sus dólares guardados, los más necesitados lo harán y esos dólares engordarán las cuentas de quienes sí tienen grandes negocios que les permiten enviar remesas de dólares al exterior o, a los especuladores financieros, recibir dólares como pago de intereses.
Una forma para las élites de win-win, pero que bajo el ropaje de algo necesario y adecuado, va a empobrecer más a las clases medias, que verán cómo al término del proceso sus dólares se habrán escurrido.
La independencia financiera es necesaria para ser soberanos en nuestras decisiones, pero puede esconder otros propósitos más oscuros. Muchos ciudadanos viven una asfixia diaria impuesta por un sistema que restringe el uso de sus propios ahorros ganados legítimamente, mientras observa con impotencia cómo se despilfarran fondos públicos o se destinan a enriquecer a funcionarios y sus amigos.
El resultado es una sensación ambigua: apoyar este plan puede parecer una concesión pragmática ante un Estado que, dado los desmanejos de décadas, ha dejado de ser creíble. Un mensaje queda claro: años de burocratización de la vida del ciudadano común han fracasado, y se necesita una reforma profunda del sistema. Milei aprovecha esa situación y le saca partido, pero lo hace mientras destruye la trama productiva del país.
Por Marcelo Ramírez