¿Qué es el stakeholder capitalism? ¿Por qué un libro sobre esta «nueva
versión» del capitalismo?
El concepto “stakeholder capitalism” no es ninguna ocurrencia. Eso es lo
primero que habría que decir. Que no se trata de una forma pretendidamente
ingeniosa con la que un estudioso u observador externo pretende describir un
determinado fenómeno. Se trata, por el contrario, de un concepto empleado por
los propios gerifaltes que se reúnen periódicamente en Davos. Hablamos del
Foro Económico Mundial y, aunque haya presencia de otras regiones del
planeta, procede de Occidente la mayoría de los presidentes y directores
ejecutivos de las grandes empresas, así como los líderes políticos, que ahí se
citan.
El “capitalismo de las partes interesadas”, que es como se traduciría
“stakeholder capitalism”, propone un modelo para ensamblar los intereses de
los entes corporativos con los intereses de la sociedad y del ecosistema
natural. Es decir, este modelo de capitalismo dice armonizar los intereses de
las partes que constituirían la totalidad de lo existente. Pero esta aspiración se
revela engañosa. Aquello que realmente ocurre es que son las necesidades
humanas y ecológicas las que se subordinan a los fines lucrativos de las
entidades empresariales. Y la forma de hacerlo es mediante “conmociones
mediáticas” o, según la expresión que emplea el Foro de Davos, “desafíos
sociales y ambientales”. Son situaciones cuya excepcionalidad exige que la
sociedad o el ecosistema sean administrados por, o en concurrencia de, las
corporaciones empresariales.
La gestión de la crisis del coronavirus es un ejemplo. Si no fueran por
circunstancias de aparente excepcionalidad hubiéramos sido más reacios a
inyectarnos unos compuestos cuya eficacia y seguridad no estaba
comprobada. El caso es que la producción de vacunas permitió que las
acciones bursátiles de las farmacéuticas biotecnológicas Moderna y Pfizer
alcanzasen su máximo histórico. Aunque en el libro me centro en otras dos
crisis: la climática y la bélica, de las que se benefician, principalmente, el sector
energético y la industria armamentística. Y en esas estamos. Hace poco la
Comisión Europea publicó un documento en el que instaba a prepararnos para
una guerra, ciberataques, pandemias y los terribles efectos de la emergencia
climática.
Son crisis generadas, o amplificadas, con el objetivo de que seamos receptivos
a las soluciones que nos ofrecen. El discurso institucional, en consonancia con
los aparatos mediáticos, se encargan de aterrorizarnos con riesgos naturales y
antropogénicos de todo tipo. Detrás de ese despampanante nombre,
“stakeholder capitalism”, lo que se encuentra es una clásica estrategia de
mercadotecnia: hay que asustar primero para vender después. Y eso es lo que
me llevó a escribir el libro: observar la acumulación de noticias alarmistas,
algunas directamente falsas, reproducidas con el propósito inconfesado de
sugestionar a la población para que acepte la existencia de los desafíos que
hay que combatir o de los riesgos que hay que evitar.
¿Quiénes son los padres intelectuales del llamado «reinicio» del
capitalismo?
La idea del reinicio del capitalismo se asocia al concepto del capitalismo de las
partes interesadas (o stakeholder capitalism) al que nos acabamos de referir.
Podríamos buscar antecedentes de estos planteamientos en el pensamiento de
economistas como Joseph Schumpeter, con la idea de la destrucción creativa
como mecanismo que dinamiza el capitalismo, o de Milton Friedman, cuando
afirma que la responsabilidad social de las empresas es aumentar sus
beneficios.
Sea como fuere, la idea se explicita por primera vez en el Manifiesto de Davos
de 1973. Se trata de un código ético para líderes empresariales. Ahí ya se
afirma que la rentabilidad económica de las empresas es aquello que les
permite servir, además de a sus clientes, empleados y accionistas, a la
sociedad en general. En otras palabras, cuanto más dinero ganen las
empresas tanto mayor será el beneficio social. Esta idea regresa con fuerza en
el Manifiesto de Davos de 2020, publicado el 2 diciembre de 2019, unas
semanas antes de que saliesen los primeros casos de afectados por
coronavirus. Toda una casualidad.
De manera simultánea al Manifiesto de 2020, Klaus Schwab, fundador y
presidente del Foro Económico Mundial, escribe diversos artículos
reivindicando el “stakeholder capitalism”. Los intereses de las empresas
privadas se acoplan con el bienestar de las personas, deben satisfacer las
aspiraciones humanas, y actuar como parte administradora del sistema social y
ambiental a fin de responder a los desafíos actuales. Ese, afirma Schwab, es el
capitalismo que queremos. Y en un momento dado refiere al “efecto Greta
Thunberg” para expresar la necesidad de vincular los beneficios ambientales y
sociales con la rentabilidad financiera.
Ahora bien, no fue sino al cabo de unos meses, ya en plena pandemia del
coronavirus, cuando el concepto del “reinicio del capitalismo” se popularizó.
Porque fue entonces cuando Klaus Schwab, el promotor visible de esta idea,
publicó un libro llamado “COVID-19: The Great Reset”. Es decir, el “gran
reseteo” o “gran reinicio”. Por cierto, ese libro fue escrito juntamente con
Thierry Malleret, una especie de consigliere de diversas instituciones
gubernamentales y financieras. La tesis que plantean es la distorsión capitalista
de aquella cita atribuida a Albert Einstein: “Toda crisis es una oportunidad”. En
este caso, una oportunidad para hacer negocio.
¿Ha dejado de funcionar el capitalismo o, simplemente, se trata de un
cambio estético?
Vaya por delante que no soy un experto en la materia. Dicho esto, me inclino a
pensar que, en las sociedades capitalistas avanzadas, los imperativos de la
acumulación de capital se topan con serios obstáculos. Observamos una
progresiva pérdida del poder adquisitivo de las mayorías sociales, y eso implica
que los mercados internos se contraen en lugar de agrandarse. La merma de
capacidad de consumo interno no puede compensarse por medio de la
exportación a gran escala. El núcleo del mundo occidental remplazó sus
economías productivas por economías financiarizadas. Occidente se sostiene
sobre una expansión masiva de crédito. Y las grandes sumas de dinero,
concentradas en pocas manos, encontrarían serias dificultades de
rentabilizarse si no fuera por la asistencia que proporcionan las instituciones
políticas. Me explico…
El capitalismo es incompatible con un persistente estado estacionario. El
dinamismo de una sociedad capitalista, que posibilita la reproducción ampliada
de capital, depende de las constantes innovaciones que impulsa la tecnología.
Y ahora buena parte de las tecnologías del futuro surge en otros países. De
manera que, si la Unión Europea no quiere descolgarse del desarrollo
económico, debe generar nuevas oportunidades de negocio. Se trata de crear
nuevos mercados. A pesar de que no exista demanda previa de los productos
que deben concurrir en esos mercados, y de que esos productos en nada
contribuyan a resolver problemas sociales o a mejorar el bienestar general de
la población. Pensemos en el plan de rearme europeo o en la promoción de las
pautas alimentarias sustentadas por harinas de insectos.
Por citar un caso, en el libro explico que la imposición del vehículo eléctrico
decretada por la Unión Europea, además de generar un efecto regresivo sobre
la distribución de la renta, pretendía crear un mercado protegido de la
competencia asiática. Pero China se adelantó, y empezó a producir coches
eléctricos a precios más competitivos. Así que la Unión Europea aplicó barreras
arancelarias. Queremos coches eléctricos, pero si son chinos ya no los
queremos. Significa esto que la cantinela ecologista, que aducía la necesidad
de sustituir los vehículos a combustión por vehículos eléctricos, no era más que
una coartada ideológica. Pero esa coartada ideológica resultaba necesaria para
legislar: a partir de 2035 ya sólo se podrán vender coches eléctricos.
Quizá la idea de “stakeholder capitalism” recoge este modelo de gobernanza
económica cimentada sobre una sólida alianza público-privada. No se trata sólo
de liberalizar la economía desregulando la normativa que se había generado
durante los años del compromiso keynesiano de posguerra. Pienso que nos
encontramos en la fase embrionaria de una nueva etapa. En nuestros países,
la expresión que asuma el capitalismo será consustancial a la acción de esa
institucionalidad supranacional denominada Unión Europea. Y ante un
escenario como este, advertir los engaños que se propalan desde Bruselas
resulta fundamental para impedir que nuestras sociedades se subordinen a los
imperativos del capital mediatizados por los tecnócratas bruselenses.
¿Cuál es la relación entre el «great reset» capitalista y la Agenda 2030 y
sus sucedáneos?
Hayamos estudiado o no la Agenda 2030, a simple vista podemos encontrar
similitudes con la idea del “gran reinicio”. Para empezar, la Agenda 2030 está
compuesta por objetivos nominalmente encomiables: los Objetivos de
Desarrollo Sostenible. De igual manera, los planteamientos que se expresan
desde Davos se formulan mediante una retórica ideada para embaucar a
cualquiera cuya credulidad sea fácilmente instrumentalizada: los artículos de
Schwab no escatiman en conceptos pomposos como sostenibilidad, derechos
humanos, resiliencia, inclusividad, etcétera.
Cierto es que el modelo de capitalismo de las partes interesadas, la Agenda
2030 y otras iniciativas comparten loables propósitos. Pero estos deben ser
vistos con desconfianza cuando en ningún caso pretenden incidir sobre las
verdaderas causas de los problemas, riesgos o desafíos contra los cuales
dicen combatir. Todo queda en el limbo discursivo. Por ejemplo, el primero de
los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 es el fin de la
pobreza. Y entre las metas en que se desglosa ese objetivo, ¿acaso
encontramos la eliminación de las lagunas legales que permiten que las
grandes fortunas y corporaciones evadan impuestos mediante ingeniería fiscal?
¡Qué va! Aquello que encontramos, una vez más, son propósitos inconcretos o
afirmaciones vaporosas: “fomentar la resiliencia…” o “creación de marcos
normativos…”.
Sabemos que poniendo fin a los paraísos fiscales se recaudaría una
descomunal cantidad de dinero que podría inyectarse en los sistemas públicos
de servicios sociales. Todo ese dinero, ahora escondido en las cuevas de Alí
Babá, sí contribuiría, y mucho, a erradicar la pobreza. Se habla de cooperación
internacional. Pero no hay interés en acabar con la opacidad bancaria o con la
baja o nula tributación. Se percibe, entonces, la característica principal que el
reinicio capitalista teorizado en Davos comparte con la Agenda 2030: la
pretensión de introducir un sistema de gobernanza global no sometido a
fiscalización popular. Quienes diseñen nuestro futuro serán agencias
multilaterales, organizaciones internacionales público-privadas y corporaciones
empresariales. A todo esto, la democracia se consolida como una fantochada.
¿Por qué las grandes corporaciones se han disfrazado de «verde»,
«inclusividad» y «resiliencia»? ¿Qué hay detrás de este recauchutado del
capitalismo?
Menciono en el libro a un científico que fue invitado a la Cumbre del Clima que
se celebró en Dubái. Su carrera profesional está dedicada a concienciar sobre
el impacto de la crisis climática. Hasta aquí no hay nada extraño. La cosa se
pone interesante cuando descubrimos que su labor pedagógica se convirtió en
proselitismo religioso: el científico en cuestión ha inventado una religión
llamada Vita, en la que la ciencia se confunde con preceptos espirituales
encaminados a salvar el planeta, y a que animales y plantas vivamos en
armonía durante miles de años. Según el científico, el ecologismo puede llegar
más lejos si se convierte en un mensaje religioso. Algo similar podríamos decir
del capitalismo: pretende llegar más lejos revistiéndose de intenciones
biensonantes.
En tu libro te muestras muy crítico con la carne sintética o los coches
eléctricos. ¿Por qué el globalismo quiere que los occidentales paguemos
por «contaminar» mientras otros países (India, Pakistán, Bangla Desh…)
siguen contaminando sin freno?
Según el principio de “quien contamina paga”, ya introducido en la normativa
europea, uno puede contaminar tanto como su bolsillo se lo permita. De
inmediato será el combustible, y en el futuro se impondrán “impuestos verdes”
a los residuos domésticos, a la calefacción, a los alimentos precocinados…
Actualmente ninguna actividad está completamente ausente de emisiones de
dióxido de carbono. Así que la transición ecológica se puede convertir en una
nueva modalidad de fiscalidad indirecta especialmente gravosa para las clases
populares. Entonces, si el impacto tributario es proporcionalmente mayor sobre
el poder adquisitivo de las rentas bajas, debemos preguntarnos si la agenda
ecológica pudiera actuar como un mecanismo ideológicamente sofisticado de
transferencia económica de los estratos populares hacia las rentas altas.
Tampoco hay que olvidar algo que ya he mencionado antes. Que el ecologismo
legitima una legislación sobre condiciones de producción y comercialización
que pudiera servir para obstaculizar la presencia de competidores indeseados.
Si India, Pakistán o Bangla Desh fueran competitivos en sectores que son
estratégicos para nosotros, sus productos podrían excluirse del mercado
europeo por incorporar una excesiva huella de carbono. Así pues, no importa
que esos países contaminen. El problema viene cuando la producción
automovilística china, cuya relación entre calidad y precio augura el declive de
nuestras marcas, también adopta los requerimientos ecológicos con que se
arreglaba un mercado exclusivo para coches europeos y estadounidenses. Es
ahí, cuando hay que poner aranceles para detener la venta de productos que
cumplen con nuestros criterios ecologistas, que la farsa resulta evidente.
¿Qué relación tiene el primero llamado calentamiento global, después
cambio climático y hoy emergencia climática con el stakeholder
capitalism?
A lo largo de las páginas del libro cito diversos estudios y noticias que, de tanto
miedo que pretenden suscitar, acaban resultando risibles. Ahora recuerdo a
una científica que, según un titular de prensa, advertía de que el cambio
climático podía encoger el tamaño del pene. Año tras año fue subiendo la
apuesta. La inminente desaparición de las ciudades costeras por el aumento
del nivel del mar, o el resquebrajamiento de las montañas causado por el
cambio climático, son otros ejemplos. Además, se acumulan las predicciones
“científicas” que no se cumplen. Pero se les sigue dando publicidad porque
propician un estado de desasosiego generalizado. Esa ecoansiedad de la que
se habla últimamente.
Una sensación de preocupación o de amenaza nos predispone a aceptar el
plan de choque que nos ofrezcan como solución. Analizar el discurso
dominante es una forma amena, a veces incluso divertida, de observar cómo
los designios de los poderosos se abren paso a través de las emociones de la
población. Después de todo, una realidad demasiado prosaica: ingentes
cantidades de dinero deben financiar la “transición ecológica” con la que
impulsar un ciclo económico basado en energías renovables.
Tras décadas de «pacifismo» militante, los países capitalistas tocan ahora
tambores de guerra y anuncian planes de rearme multimillonarios. ¿Este
nuevo discurso belicista busca tan solo el lucro económico o persigue
más fines?
Hay en todo este fervor bélico algo evidente: la industria militar será ese nuevo
sector en el que la Unión Europea pretende concentrar las inversiones
públicas. 800.000 millones de euros, a los que se le podrían añadir otros
650.000 millones. Sustanciosas cantidades de dinero público que se
transferirán al ámbito privado. Ante el miedo de una posible guerra, la
población es más receptiva a redireccionar los recursos económicos hacia una
nueva rama industrial que dinamizar. Nos piden que hagamos sacrificios, que
aceptemos recortes sociales si es necesario, a fin de prepararnos para una
guerra. Se trata de retraer recursos que benefician a la ciudadanía para
dedicarlos a una industria armamentística europea que en buena medida
pertenece a fondos de inversión estadounidenses.
Aunque el gasto en armamento se costease con más emisión monetaria, el
“efecto Cantillon” nos dice que el dinero creado no se distribuye
uniformemente. Se genera una situación inflacionaria perjudicial para las
mayorías sociales. Sea como fuere, son otras tantas las implicaciones de esa
“economía de guerra” solicitada por algunos líderes europeos. Disciplinar en
una misma dirección las distintas fuerzas políticas, por supuesto. Además, en
el caso de que se decretase un “estado de excepción”, las autoridades podrían
congelar los depósitos bancarios y, por lo general, incautar cualquier activo que
se considerase oportuno. Incluso hay un conocido comunicador español que ha
visto en este escenario prebélico una oportunidad para solicitar más
inmigrantes: son necesarios para ir al frente en caso de guerra.
En el epílogo de tu libro haces una crítica muy acerada contra el kit de
supervivencia tan promocionado en las últimas semanas por gobiernos y
sus terminales mediáticas. Bajo tu punto de vista, ¿cuál es el verdadero y
necesario «kit de supervivencia» para el ciudadano de Occidente?
Permíteme una breve reflexión. A diferencia de otras formaciones sociales, en
el capitalismo se produce una aparente separación entre la esfera económica y
la esfera política. Opera esa ilusión de que por un lado van los procesos
políticos de toma de decisiones sobre asuntos públicos, y por otro las
cuestiones que afectan al proceso productivo, a la apropiación del excedente, a
la distribución y el consumo de bienes y servicios. Ahora bien, intuyo que la
intensificación de la lobbycracia europeísta, por más que se revista de valores
maravillosos y pretensiones rutilantes, contribuirá a que las interconexiones
entre ambos espacios, el económico y el político, sean más evidentes de lo que
lo habían sido.
En ese sentido, se facilita la tarea de señalar a los miembros del sanedrín de
Davos, a los tecnócratas europeístas y a sus mayordomos nacionales como
responsables del deterioro de nuestras condiciones de vida, responsables de la
descomposición de nuestras sociedades. Nuestra supervivencia, la
supervivencia de la ciudadanía, depende de eso. De recuperar la soberanía, y
no dudar en ejercerla para zafarnos de aquellos que nos dirigen.
https://latribunadelpaisvasco.com/art/22252/genis-plana-las-crisis-son-
una-oportunidad-para-hacer-negocio