Se ha venido escuchando desde hace tiempo que estamos frente a una “Nueva Era”. Por ello
entonces consideramos interesante realizarnos las siguientes preguntas:
¿Estamos realmente cruzando una “Nueva Era? ¿De qué naturaleza sería esa “Era”? ¿Cuándo
habría comenzado? ¿En qué punto de su desarrollo estaríamos? Y, además, si hay un cambio
global en curso ¿cuáles serían esos cambios más esenciales? Asimismo, ¿cómo esos cambios
están afectando a la espiritualidad humana? Por último: ¿se trataría de una “Nueva Era” -como
quien pasa de una “normalidad” a otra, aunque sea distinta-, o de un auténtico y profundo
“quiebre de época”, ¿una “crisis civilizacional” en toda la línea?
En primer lugar debemos decir que esta llamada “Nueva Era” no debe confundirse con toda
esa propaganda del New Age llamada de la misma manera, que surgió en Inglaterra en 1960 y
se extendió a EEUU en 1970 (el hipismo, Los Beatles, drogas, sexo y rock and roll), una serie de
ideas difusas que provenían del ocultismo, el esoterismo, o el neopaganismo que, ante la crisis
espiritual que traían las sociedades tecnológicas centrales, el excesivo consumismo, la ruptura
en el interior de las familias, la repercusión pavorosa que tuvo en esas sociedades el desastre
de la guerra de Vietnam, promovieron un retorno a un modo de vida más natural o auténtico.
Y fueron rápidamente neutralizadas y conducidas a un callejón sin salida, sobre todo las masas
juveniles.
Con ese movimiento, que adquirió una importante dimensión social en algunos países
occidentales, los medios de difusión y culturales trataron de hacer creer que entrábamos a una
particular “Nueva Era”, cuando en realidad sólo se trataba de una oscuridad renovada para el engaño de una población que conservaba esperanzas del inicio de algo nuevo. Aquello se
designó como la entrada en La Era de Acuario. Una representación espectacular de este
concepto lo adquirió y mostró la ópera “Cristo Superestar”, donde la figura del Mesías fue
ubicada como un simple mortal, sin divinidad alguna, traicionado por Judas, y sin posibilidad
de resurrección. No fue una casualidad. Era una boutade, un artefacto meramente ingenioso,
como tantos otros que se implementaron. Podríamos señalar aquellas décadas de
efervescencia como un primer signo importante de nuestros tiempos recientes, por lo menos
en Occidente, de lo que se venía cocinando: ocultar la decadencia con burbujas de alegría y
furor. Así se desinfló.
Creemos entonces que es un momento para distinguir y confrontar lo que es llamado un
“cambio de época” con un término tal vez más preciso: “quiebre de época”, también llamado
“crisis civilizacional” (aunque no hay una sola “civilización”). Los “cambios de época” son
variados, permanentes, se miden por grados. Un “quiebre de época” ocurre pocas veces en la
historia, es excepcional y se mide por su esencia.
El “gaucho” argentino, un sufrido “cambio de época”.
Quisiera traer para ilustrar un poco más la necesidad de distinguir y confrontar esta idea del
“cambio de época” con la de un “quiebre de época” un ejemplo de lo que sucedió con el
gaucho argentino, que tan bien retrató y cantó José Hernández en nuestro poema épico
nacional. El gaucho fue aquella persona de la llanura, o de la campaña, que buscaba una
querencia con mujer, hijos, trabajo libre a realizar en el medio de su rancho, respetuoso de
Dios a quien le pide asistencia a cada rato. Un hombre aquerenciado por el terruño, deseoso
de ser sedentario frente al horizonte inmenso de la pampa, en convivencia armoniosa con el
ciclo vital de plantas y animales. Un paisano que disfrutaba discurrir tiempos lentos. Lo
embargaba un sentimiento de libertad fundido con la inmensidad del horizonte ante sus ojos,
no consumista, amigo leal de sus coterráneos pero que comenzó a ser molestado y corrido de
sus lugares por una autoridad constituida «externamente». Y que, cada vez más amenazado
por las exigencias de las ciudades, los grandes núcleos poblacionales que comenzaban a
formar los intereses de los grandes capitales sobre la tierra, los animales, y el propio ser
humano puesto a su servicio directo, acaba por ser perseguido, robada su mujer, dispersado
sus hijos, y él huyendo a la frontera hasta tener que convivir con los indios de las tolderías
nómades o cuasi nómades. El gaucho que sobrevivió quedándose en el lugar tuvo que
convertirse en peón conchabado, a cambio de fichas de intercambio de mercaderías o
dinerario, o a servir en las líneas de frontera. La forma de vida del gaucho, sobre todo después
de la caída del Gobierno de Juan Manuel de Rosas (1852) ya no se necesitaba en el mundo
mercantil de Buenos Aires y otras ciudades. Esto fue una realidad, no establecemos juicios de
valor.
El gaucho argentino de la primera mitad del siglo XIX, entonces, como grupo social
determinado, sufrió un “cambio de época” y le tocó desaparecer como protagonista en el
doloroso proceso de tras nacionalización de la Argentina. Ha quedado olvidado, aunque no del
todo enterrado, en el brumoso “ser” argentino. La Argentina persistió, sufrió “cambios de
época”. Desaparecieron las boleadoras para la caza, el catre de cuero, el anca hueca de la vaca
como asiento, el arado de mancera, etc. Fue un cambio importante en el modo de ser, de
hacer, de pensar de la argentina, pero no llegó a definir un “quiebre de época” total y
universal.
¿Qué fue lo que contribuyó a desaparecer al gaucho, a eliminarlo o a cambiarlo radicalmente?
Es una cuestión de sociólogos e historiadores. Pero su desaparición como tal es un hecho; el
“olvido” del gaucho o de “lo gaucho” en el ser argentino, salvo honrosas excepciones, es un
hecho. Quedó sin embargo viajando en el tiempo el concepto de “la gauchada”, y la búsqueda
del criollo que por fin venga a ordenar y mandar en nuestro desarrollo, a traer justicia. Ése es
un concepto de nuestras tradiciones eternas más valiosas, el favor, la ayuda desinteresada al
coterráneo que se hace fuera de toda relación mercantil, la justicia.
Un “quiebre de época” o “crisis civilizacional”. Del feudalismo al capitalismo.
El “quiebre” implica una ruptura, una discontinuidad. Ya no es un solitario “cambio de época”
para un grupo social. El concepto de “crisis civilizacional”, aunque lo unimos a “quiebre de
época” es más complejo, pues no hay una sola “civilización” en nuestro mundo. Hay algunas
que se mantienen en un estado de armonía interna aceptable, crecen en varios aspectos y
otras están en una franca caída material y una decadencia moral evidente. Pero, aun así, las
“civilizaciones” más estables no podrían sustraerse a una crisis total y universal.
Nosotros consideramos que hoy una gran parte de la humanidad, occidental por lo menos, que
es la que más conocemos, está viviendo los comienzos de un quiebre de época, o una crisis
civilizacional en estado terminal. Es decir, un modo de vida integral que cada vez se está
haciendo más intolerable. Se agudiza. Y produce un malestar generalizado.
Que tampoco debe confundirse con el “malestar en la cultura” generalizado del que hablaba
Freud en 1930, debido a la restricción impuesta entre las necesidades pulsionales del ser
humano y las limitaciones que la cultura limita. Como esos deseos pulsionales no pueden
cumplirse, sostenía Freud, entonces entramos en un estado de malestar e insatisfacción. Es
una lectura muy reduccionista de la naturaleza propia del ser humano: para él somos seres
constituidos casi como animales y sólo la construcción de la civilización (la cultura) impide que
quedemos atrapados en un estado primitivo de satisfacción de necesidades pulsionales,
sexuales.
Una crisis civilizacional, sin embargo, distinto al “cambio de época”, es algo muy poderoso.
Gran parte de lo que se conoce, sino todo, gran parte de lo que se ha vivido, sino todo, se
comienza a derrumbar ante nuestros ojos, y no sabemos, no se sabe muy bien, qué es lo que
viene. Es una amenaza existencial total y universal. Es ciertamente más prolongada que un
cierto tiempo, de gran incertidumbre, de tribulaciones que implica un padecimiento moral y
espiritual masivo.
Para dar otro ejemplo, una crisis civilizacional, una crisis de toda una larga época, se dio en
Europa cuando se pasó del modo de vida feudal al modo de vida capitalista, duró décadas, sino
siglos, donde cambiaron todas las relaciones sociales anteriores, las espirituales, sobre todo, y
se impusieron nuevas, en este caso, sin duda a la fuerza, con métodos violentos, con guerras y
depredaciones.
Fue una época donde “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, según la famosa frase de Marx
(1848). El entusiasta alemán observaba, sin ninguna nostalgia, y hasta con sospechosa
fruición, los cambios esenciales que traía el naciente capitalismo industrial inglés, proyectados
como espejo de lo que le llegaría al resto del mundo, que todo lo arrollaba a su paso, sobre
todo las tradiciones, las costumbres, las creencias, los modos de vida consolidados, pero
“atrasados” según él, que impedían el desarrollo de “la” historia.
La “crisis civilizacional” actual. Desaparición del capitalismo. No se sabe lo que viene.
Esta actual crisis o quiebre civilizacional, en el mundo occidental por lo menos, la podríamos
definir como un resultado del abandono profundo que viene haciendo el hombre moderno,
durante los últimos quinientos años, del espíritu de sacralidad que tiene el mundo. La
desacralización constante, de la cual emergió la contraparte de la fuerte creencia en el
progreso de la racionalidad y el futuro promisorio del mundo técnico, arrojó a Dios de la vida
cotidiana haciéndolo prácticamente en inaccesible.
La naturaleza, de criatura creada por Dios, pasó a ser objeto de explotación, de recursos, de
negocios al acecho, de producción material, para hacer grande a una Nación (Trump, pero no
sólo), y no para solventar necesidades humanas.
El hombre moderno se olvidó del Ser, anticiparía el filósofo Heidegger, desde una posición no
religiosa pero paralela al cristianismo en este aspecto, para focalizarse en los entes, en los
objetos y en la técnica, y cuánta rentabilidad o beneficio de ellos podía obtener. Para él, toda
la metafísica occidental se olvidó del Ser, lo cosificó, lo hizo piedra, olvidando que el Ser es
aquello que los entes sean lo que son, es un fluir que ante todo le da una unidad a nuestra
comprensión del mundo.
Ahora estamos transitando el primer cuarto del siglo XXI. Podemos observar lo que sucede a
nuestro alrededor. Las formas con las cuales obtenemos «experiencias» y “contactos” del
mundo cotidiano, la manera en que lo percibimos e interactuamos, nos proporciona una
sideral distancia de la «experiencia» y de la «percepción» de aquel gaucho argentino de los
comienzos de la nacionalidad. El gaucho transitaba a caballo para conectarse con parientes o
amigos de otra localidad, y hoy lo hacemos a través del celular.
¿Aumentó un tipo de alienación? ¿Cuál? ¿El ser humano es acaso una persona adaptable a
cualquier escenario? ¿Es “normal” el estado actual de la sociedad? ¿Acaso la historia es el paso
de una “normalidad” a otra, o un aumento patético de una “anormalidad” que terminará
destruyéndolo? El capitalismo tal como lo conocemos está desapareciendo; no significa que
advenga el socialismo. Qué es lo que viene.
Por ello, la pregunta fundamental es: ¿Hubo progreso? ¿Estamos mejor? ¿Somos más libres o
más esclavos después de más de doscientos años de nacionalidad? Y qué sucedió con nuestra
espiritualidad, que también sufrió cambios. ¿Cuál debe ser la medida del desarrollo de los
pueblos: la producción material, el PBI, o su espiritualidad, ¿o ambas cosas a la vez si ello es
posible que vayan juntas?
Es decir, tanto aquí como en el mundo, parece que nos encontramos transitando el final de
una vieja Era y la promesa de la aparición de una Nueva, que todavía no podemos vislumbrar
su contenido. No podemos decir cuál es el tiempo que le queda de vida a esta vieja Era, pero sí
intuimos y sabemos que no puede perdurar. Pues los cambios se están acelerando, las páginas
de la historia se escriben ahora con mucha más rapidez.
Las viejas hegemonías o dominios del mundo occidental se enfrentan con otras hegemonías
que la disputan, y detrás de ellas los pueblos soberanos que piden ser escuchados y tenidos en
cuenta en el concierto mundial. Por el momento, parece ser una disputa de poder, una
disputa de dueños que poseen ciertas aparcerías y a ver qué es lo tuyo y qué es lo mío.
Pero sin embargo intuimos que se trata de algo más de fondo. Es una disputa por la
cosmovisión de la vida en la tierra y la trascendencia. Deseamos que sea así.
Las dos grandes amenazas del futuro. La salvación espiritual.
Se trata sobre la posibilidad de continuar con la existencia humana sobre el planeta, o de su
probable extinción. Se trata del fin de una Era que implica además una gran amenaza
existencial al mismo tiempo para el Ser Humano. Lo que está ocurriendo no se trata de un
cambio global a secas, se trataría de un cambio global existencial, de la extinción de nuestra
vida o, y esperemos que así sea, de la aparición también de un nuevo modo de vida como
nunca antes lo imaginamos.
Por el lado de la extinción, según vislumbramos, se nos presenta la amenaza de dos grandes
peligros (pero no son las únicas vías).
En primer lugar, la amenaza de una una guerra termonuclear, dado que alguna “civilización”
en decadencia podría no aceptar su nueva y correcta ubicación en el planeta y, armada hasta
los dientes, acabe diciendo: “Yo, o el diluvio”.
En segundo lugar, la amenaza por el desarrollo de la técnica a la que previamente hemos
endiosado desde hace siglos, si ella escapara de la producción y del control humano, esto es
hoy la Inteligencia Artificial. En esta “Nueva Era” que despunta estamos ciertamente en
peligro. No sabemos qué es lo que se consolidaría finalmente como nuevo y favorable para el
Ser Humano. Si logramos que este poder intrínseco nuestro no sea transferido a un ente
externo sin más, y si, en última instancia, se hiciera de manera ineluctable, que la IA pueda
seguir bajo nuestro estricto control ético, moral y cognitivo.
Es decir, la civilización actual ha desembocado, o ha sido llevada lentamente, a través de un
plan sistemático o sin él (no importa) hacia una existencia inauténtica que está haciendo
eclosión de vacío, desesperanza y decepción. Y entonces: ¿cómo sería vivir una existencia
auténtica en un mundo hiper tecnologizado?
Se ha degradado la vida del ser humano en casi todos los lugares del mundo occidental. Vemos
genocidios en directo por televisión, crímenes de todo tipo, sin que se levante una indignación
total, absoluta, decisiva. Por ello, junto con esa degradación extendida las capacidades
inteligentes del ser humano también se han degradado, se han ido depositando en el afuera
de su propio cerebro, de su propio cuerpo, para que otro medio, uno tecnológico, haga sus
mismas operaciones de manera más rápida y eficiente. La existencia inauténtica deposita el
propio poder de su Ser en otro, quien comienza a comandarlo y ordenarlo. Sospechamos que
se nos ha degrado tanto que, como viejos esclavos resignados, aceptamos que un nuevo amo
tecnológico, un Dios de fantoche, perfecto, preciso, lógico, omnipotente y omnisapiente en sus
operaciones nos venga a ordenar y mandar en la vida.
Tal vez está ocurriendo algo muy grave que los sociólogos y políticos de diversa índole no han
tenido en cuenta cuando examinan el desarrollo de la civilización occidental de los últimos
quinientos años. El liberalismo, la Idea del Progreso Indefinido que traería comodidad y
felicidad al mundo, ha capturado esta civilización actual y la está preparando para transferir lo que queda de poder humano a la Inteligencia Artificial sin suficiente resguardo ante tal
temeridad.
Entonces, si esto es así, se trata del fin de una Era que implica además una gran amenaza
existencial al mismo tiempo para el Ser Humano. Lo que está ocurriendo no se trata de un
cambio global a secas, se trataría de un cambio global existencial, de la extinción de nuestra
vida o, y esperemos que así sea, de la aparición también de un nuevo modo de vida como
nunca antes lo imaginamos, si logramos que este poder intrínseco nuestro no sea transferido a
un ente externo, y la IA pueda seguir bajo nuestro estricto control ético, moral y cognitivo. Y
haya un renacer o un nuevo despertar del Espíritu, basado en el reconocimiento de la
humildad de nuestra pequeñez como seres humanos, pero en la grandeza de ser criaturas de
Dios. No todas las Cajas de Pandora deben ser abiertas, por más tentadoras que resulten.