Pasa en la vida y pasa en la geopolítica.
Hay personas que alzan la voz no por falta de control, sino por estrategia. Gritan para marcar territorio, para incomodar, para cambiar el ritmo de la conversación. Para obligar al otro a moverse.
Eso hace Trump.
Grita, insulta, amenaza, impone aranceles, se pelea con todos… y después, se sienta a negociar.
No es un error. Es un método.
En su lógica, el que se muestra débil, pierde. Por eso sacude primero. Porque cuando el otro se siente descolocado, tiene más chances de aceptar lo que nunca hubiera firmado en calma.
Muchos analistas lo tildan de impredecible. Pero lo cierto es que, si lo miramos bien, es bastante previsible: primero genera tensión, después ofrece salida. Pero a su modo, con sus tiempos, con sus reglas.
No hace diplomacia como la aprendieron los burócratas de carrera.
No se sienta a consensuar con cuidado.
Hace show. Pone a todos incómodos. Y mientras los demás buscan estabilidad, él la rompe. Porque ahí, en ese momento de desorden, es cuando puede imponer condiciones.
Y eso no lo convierte en un loco.
Lo convierte en alguien que entendió que el poder ya no es solamente militar ni económico.
Hoy el poder es psicológico. Es simbólico. Es narrativo.
Trump maneja eso con precisión. Él no discute tratados.
Discute el sentido de los tratados.
No cuestiona los términos. Cuestiona las reglas del juego entero.
Y ahí está el punto.
Porque Trump no solo se enfrenta a China, a Rusia o a la Unión Europea.
Trump se enfrenta a un sistema. Al sistema que construyó el orden neoliberal, el “libre comercio”, las instituciones globales… ese sistema que beneficia a pocos y castiga a muchos.
Y por eso, su estilo sacude tanto. Porque no se puede responderle con cortesía a quien dinamita la lógica del consenso. Se necesita inteligencia estratégica.
Putin y Xi lo entendieron.
Por eso no reaccionan como esperan los medios. No se enojan. No se desesperan.
Actúan. Pero desde otra racionalidad. Una más antigua. Más paciente. Más estructurada.
Mientras Trump golpea la mesa, ellos mueven fichas. En silencio. Y sin retroceder.
¿Y nosotros?
Y acá es donde nos toca pensar.
Porque mientras estas potencias juegan su partida con firmeza, con objetivos claros, con pensamiento estratégico…
Argentina no juega. No grita. No negocia. Solo acepta. Firma. Se arrodilla.
En un mundo que entra en reconfiguración profunda, donde las reglas ya no son estables y el poder se disputa en todos los frentes, ¿podemos seguir sin proyecto?
¿Podemos seguir esperando que alguien nos diga qué hacer?
Nos vendieron la idea de que callar era prudente.
Que alinearse era maduro.
Que obedecer era lo responsable.
Pero hoy, en el mundo real, lo que funciona es lo opuesto.
Quien no molesta, no existe.
Quien no plantea sus intereses, queda afuera.
Y quien no grita cuando corresponde… ni siquiera es invitado a la mesa.
Es momento de entender que no alcanza con pedir permiso.
Hay que tener algo que decir. Y defenderlo.
Porque si no, vamos a seguir siendo eso que siempre fuimos para los que reparten el poder: el convidado de piedra.
Ese que asiente, que firma, que no molesta.
Y que al final… se queda sin nada.