A veces uno necesita que la vida le hable sin palabras. Que te muestre algo concreto, palpable, que no dependa de discursos llenos de aire ni de esa desesperación colectiva que se contagia cuando el mundo pierde la calma.
En mi caso, esa voz vino desde la copa de un árbol de palta que veo cada mañana desde mi pequeña terraza.
Este árbol no estaba destinado a sobrevivir. Nació como un plantín tímido, en un espacio compartido donde las decisiones suelen tomarse pensando en el cemento y no en la vida. Pero peleé por él. Me empeñé. Hicimos un cantero, bajamos un metro de concreto para que las raíces crecieran hacia abajo, no hacia los costados. Le abrimos un camino. Y él, a su ritmo, aceptó el desafío.
Tardó siete años en dar frutos. Siete. En un mundo acostumbrado a la inmediatez, esperar siete años parece una locura. Pero lo verdaderamente simbólico llegó en 2020. Cuando el planeta entero se paralizó, cuando nos machacaban que se venía el colapso, que faltaría comida, que casi era el fin del mundo. Cuando todos estábamos metidos en un miedo que te perforaba el pecho.
En ese mismo tiempo, ese árbol decidió fructificar por primera vez.
Mientras afuera reinaba el ruido del pánico, adentro de casa pasaba lo contrario: silencio, unión, conversaciones que hacía años no nos dábamos. Crecían las paltas… y crecíamos nosotros. Físicamente, mentalmente, espiritualmente. Cada fruto era una especie de recordatorio: “No te hundas. No te apagues. Seguís vivo.”
En plena pandemia empecé a dar clases virtuales de Sipalki-Do, un arte marcial coreano, otra pasión, otra historia. Gritaba desde esa pequeña terraza y mis alumnos respondían desde sus pantallas en sus casas. Era extraño, pero era real. Sonaba como un eco de resistencia en un mundo paralizado. Y ahí entendí algo que siempre está, pero uno olvida: el ser humano es —y debe ser— un superviviente. O sobreviviente. Da igual la palabra si se entiende la intención. Seguimos. A veces rotos, a veces cansados, pero seguimos.
Hoy, cuando me siento en la terraza, veo las hojas frondosas, los frutos que anuncian que empieza la temporada, ese sol de mañana fresca que acaricia sin pedir permiso. Y veo, sobre todo, una familia que sigue peleando junta. Eso basta para agradecerle a Dios por haber venido a este mundo, aunque a veces duela, aunque sea difícil.
No, no es fácil. Nunca lo fue. Pero así como ese árbol abrió paso entre cimientos de concreto, nosotros también tenemos que abrirnos camino en medio de estructuras duras, viejas o injustas. Ser fuertes, sí, pero también acogedores. Alimentar el cuerpo y el alma. Y dar frutos. Porque al final, eso es lo único que te vuelve eterno: lo que dejás en los demás.
Mi árbol tardó siete años en dar su primera palta. A veces los procesos son así. Lentos. Incomprensibles. Pero si uno resiste, si uno se aferra a la raíz correcta, el fruto llega. Siempre.
Ivone Alves Garcia – https://www.youtube.com/@AsiatvProduccion






Un comentario en «El árbol que eligió vivir (y lo que nos enseñó en medio del caos)»
Que linda reflexión Ivonne, lo mismo me pasa con las plantas de mi patio. Son un recordatorio de seguir intentándolo siempre. Primero no podía mantener a un solo potus con vida, ahora tengo 12 plantitas. Un ejemplo de que la vida siempre va para adelante.
Saludos.