El regreso de Donald Trump a la escena política global volvió a sacudir los cimientos de una estructura internacional que ya venía mostrando signos de agotamiento. El mandatario estadounidense ha confirmado lo que muchos temían —o esperaban, según el caso—: no solo pretendía volver, sino hacerlo con más fuerza. En su reaparición mediática, dejó claro que retomará el uso de una de sus herramientas predilectas: los aranceles. Pero no se trata meramente de impuestos al comercio exterior. En manos de Trump, los aranceles son armas, proyectiles ideológicos y geopolíticos.
Trump nunca disimuló su desprecio por el multilateralismo. En su lógica, la globalización es útil mientras sirva a los intereses norteamericanos. Cuando no lo hace, debe ser desmantelada. La Organización Mundial del Comercio, los tratados multilaterales, los pactos regionales… todos pueden ser desechados si no garantizan la primacía estadounidense. Trump concibe el comercio no como una herramienta de cooperación, sino como un campo de batalla.
Durante su primer mandato lo demostró: arremetió contra China con una guerra comercial de dimensiones históricas, presionó a sus socios europeos con amenazas de aranceles, y fustigó a Corea del Sur, Japón y Alemania por tener superávits con EE. UU. Su visión no distingue entre aliados y enemigos. Todos son potenciales competidores. Y en ese esquema, el que no suma, estorba.
Ahora, el trumpismo redobla la apuesta. Propone reinstaurar una batería de aranceles que afectarían no solo a China, sino también a países “amigos”. El mensaje es inequívoco: Estados Unidos dicta las reglas, y el que no obedece, paga. Si lo hace, también puede pagar. Porque todo puede cambiar de un día para el otro, en función de lo que el inquilino de la Casa Blanca considere conveniente.
Este enfoque brutalista tiene una lógica. Washington siente que pierde el control. El avance de China en tecnología, infraestructura y comercio internacional ha sido fulminante. El surgimiento del BRICS ampliado, con mecanismos de pago alternativos al dólar, acuerdos bilaterales en monedas nacionales, gasoductos estratégicos y presencia militar rusa en África, muestran que el Sur Global comienza a emanciparse. Ante esto, la reacción estadounidense es arremeter con lo que le queda: sanciones, aranceles, bloqueos. En una palabra: coerción.
Trump, lejos de disimular esa decadencia, la exterioriza con gestos ampulosos. Su forma de gobernar, escandalosa para muchos, es en realidad el reflejo de un imperio que grita porque ya no puede mandar con el silencio de la autoridad. Y los mercados, que dependen de la previsibilidad, tiemblan ante ese grito. No es un grito de fuerza, sino de desesperación.
Los nuevos aranceles propuestos no solo apuntan a China. También presionan a socios latinoamericanos. Brasil, México, incluso Argentina, están en la mira. Cualquier acercamiento a Rusia o a China, cualquier operación en yuanes, cualquier inversión estratégica con actores fuera del eje occidental puede ser castigada. Es el viejo mecanismo de palo y palo, sin zanahoria.
Este modelo destruye la idea de un comercio libre. Lo reemplaza por un comercio condicionado. No hay igualdad de partes, hay subordinación. Y cuando un país intenta salirse de esa lógica, es atacado. Sea con sanciones financieras, presiones diplomáticas, lawfare o directamente con golpes de mercado.
En este sentido, Trump representa la continuidad brutal de una política imperial que ya no disimula. No hay diplomacia, hay imposición. No hay negociación, hay ultimátums. No hay socios, hay subordinados. El uso de aranceles como medida punitiva se complementa con una estrategia más amplia: reindustrializar ciertos sectores, forzar la relocalización de cadenas productivas y contener el ascenso tecnológico chino.
El objetivo final es restaurar el monopolio del poder. Pero es una tarea titánica. Porque el mundo ya no gira en torno a Washington. La multipolaridad es un hecho. Y esa realidad es la que los halcones del Departamento de Estado y los seguidores de Trump no quieren aceptar.
El intento de imponer aranceles a todo el que se atreva a disentir con el rumbo dictado por EE.UU. tendrá consecuencias. Ya las está teniendo. Muchos países empiezan a buscar alternativas. India, Turquía, Irán, Arabia Saudita… todos ellos están jugando un juego más autónomo. Y cada medida coercitiva de EE.UU. acelera ese proceso.
El sistema comercial internacional, tal como fue concebido en Bretton Woods, está fracturado. El dólar, si bien sigue siendo la principal moneda de reserva, pierde fuerza. La hegemonía financiera estadounidense se resquebraja. La política de sanciones ha generado un efecto bumerán. Y los aranceles, que antes eran un recurso ocasional, hoy se proponen como un instrumento permanente.
En ese marco, los grandes perdedores son los propios consumidores estadounidenses. Pagarán más por productos importados, verán restringido el acceso a bienes tecnológicos y sufrirán inflación importada. Pero eso parece secundario para el trumpismo. Lo esencial es dar una señal de poder.
Y aquí aparece otro elemento central: la dimensión simbólica. Trump necesita mostrar liderazgo. Necesita mostrar que aún puede doblegar a empresas extranjeras, a gobiernos díscolos, a potencias emergentes. Los aranceles, en este sentido, son más que medidas económicas: son gestos de autoridad. Son ladridos del amo que quiere recuperar su jauría.
Pero el mundo cambió. Ya no se acata tan fácil. Y el ladrido, lejos de generar obediencia, provoca resistencia. La pregunta es si Trump está dispuesto a empujar esa lógica hasta sus últimas consecuencias. ¿Cuántos países está dispuesto a castigar? ¿Hasta qué punto puede forzar el regreso a una economía cerrada? ¿Cuánto puede resistir el sistema financiero global si EE.UU. dinamita sus propios cimientos?
Lo que vemos no es una política comercial. Es una guerra estratégica. Una guerra que se libra en los mercados, en las monedas, en las tarifas, en las redes de producción. Y como toda guerra, tiene costos. Trump está dispuesto a asumirlos. Lo dijo claramente: primero Estados Unidos. Aunque eso signifique dejar al resto del mundo fuera.
La doctrina Trump es, en esencia, una doctrina de repliegue agresivo. No busca construir consensos, sino imponer condiciones. No busca integrarse al nuevo orden, sino restaurar el viejo. No busca adaptarse, sino dominar. Y ese impulso, aunque pueda parecer fuerte, es en realidad la señal más clara de que el imperio ha dejado de serlo. Porque cuando el poder es real, no necesita gritar.
Trump grita. Y al hacerlo, muestra que el tiempo ya no juega a su favor. Que el arancel no es el instrumento de una potencia en ascenso, sino el reflejo de una potencia que teme caer. Y que el mundo, pese a todo, sigue girando. Aunque no lo haga ya alrededor de Washington.
Fuente: https://youtube.com/live/U-dJuUeMzTU?feature=share